Atardeceres de otoño

Publicado por garvidal en

Miré por la ventana. El horizonte parecía remachado al cielo por la sombra de los edificios lejanos, como una cremallera desdentada infinita que uniera la tierra con el firmamento. Destacaba la torre de la iglesia de Fátima, como una aguja de esmalte blanco que hilvanaba la tarde con hilo de bramante encarnado. El sol, vencido, se arrojaba contra el suelo en agonía, cayendo como un globo que perdiera el aire, despacio. Las nubes, como pinceladas de carmín, lo arropaban en su caída como una manta de hebras de algodón. Creí que era el momento más hermoso, la estampa más bella, y la guardé en mi memoria. Ese sería el momento del ocaso que siempre tendría en mi retina desgastada. Volví mi mirada al interior de la casa, que como un niño pequeño, me reclamaba atención. Encendí las lámparas tenues de la tarde y, al girarme, de nuevo el ocaso me llamó a gritos desde la ventana. Allí estaba, todavía más salvaje, con el disco mortecino que se apagaba con un alarido bermellón, con las nubes respirando anaranjados y la oscuridad que comenzaba a devorar el día. Bajo aquel aquelarre, las primeras farolas empezaban a alumbrar y las bandadas de estorninos que, hasta ese momento habían danzado con el viento, volvieron a sus nidos en los que se posaron para guarecerse del frío. Esa era, en realidad, la imagen más hermosa y violenta del atardecer, y la guardé de nuevo. Revolví entre la marea de libros pendientes, que habitaban en la estantería, para elegir pareja; dispuse las gafas de lectura sobre la mesa, me senté en el sofá y, al girar de nuevo la cabeza, el último aullido de la tarde me reclamó. Me levanté de nuevo y el pulso postrero de la tarde le dio el aliento justo al horizonte para explotar en colores que habitaban entre el negro y el magenta, ese instante agónico, esa última exhalación del moribundo que rompe con la esperanza, y, un instante más tarde, la oscuridad se hizo cuerpo. Me quedé perplejo frente a la noche recién nacida. La vida, pensé, se escapa entre parpadeos. Uno piensa que los recuerdos que atesora son los más hermosos, pero siempre hay otro atardecer hasta que, sin darse cuenta, se hace la noche y uno queda para siempre atrapado en el silencio de la oscuridad. No hay atardeceres como los de otoño ni olores como el de las castañas sobre las brasas del ocaso.  

Categorías: Microrrelato

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