Azucena
La vida, para Azucena, era como el escaparate de una pastelería, habitada por todas aquellas delicias a tan solo unos centímetros, pero inalcanzables, alejadas de ella por una barrera infranqueable, por un muro de cristal tan cruel como liviano. Tanto le habría dado que estuvieran pintadas sobre la pared; eran tan solo la fantasía del sabor dulce que su existencia le negaba, la nieve de azúcar sobre la que nunca caminaría. Cada día, mientras mojaba la tristeza en aquel café con más agua que sombra, viajaba sobre sus recuerdos de tiempos más amables, a lomos de sabores que perdió en el pasado, de caricias que no dejaron surcos sobre su piel. No recordaba la última vez que alguien aró sus campos, ni el último aliento que rompió en su cuello, solo se pensaba morando sobre aquel iceberg que la llevaba de un sitio a otro, ocultando la parte de su alma que quedó dañada tras el deshielo. Azucena solo florecía en primaveras pasadas, cuando quizá fueron demasiadas las abejas que libaron su néctar y que, al marchitar, la abandonaron entre las malas hierbas del destino. Se piensa, a veces, Azucena, la sombra desdibujada de lo que fue y, aunque no se reconoce en el espejo, le gusta dibujarse el rostro con sonrisas que se regala a sí misma para no morir, para no abandonar, para no perecer.
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