El otoño
No conocía otra vida que no fuera el otoño. Era como una hoja caída, como un domingo nublado, como la tristeza del último día de verano. Barría con su caminar cansado las calles de la nostalgia, dormía en los callejones en los que se pierden los suspiros del desamor y deambulaba entre el crepitar de las hojas secas y los charcos que nunca se secaban. Sobre su espalda llevaba mil batallas perdidas, en su rostro las arrugas que marcaban las heridas del tiempo y el bastón sobre el se que apoyaba al caminar amenazaba con romperse a cada paso. Rafaela ya no miraba a la gente, sus ojos se posaban tan solo en el espacio vacío, en el siguiente paso, en los cartones sobre los que pasaría la noche en vela, otra noche en vela. No tenía apellidos, si algún día los tuvo los perdió en el mismo lugar donde dejó su dignidad, tampoco tuvo hijos, quizá tampoco padres, nunca recibió un beso de buenas noches ni un abrazo cálido que la confortara. Su memoria era tan solo la bruma que dejaba el vino con el que se calentaba, el caldo que los voluntarios que sonreían sin rostro, le repartían en las noches más frías. Rafaela, si algún día tuvo otro nombre lo olvidó, vivía una ciudad sin mar, sin alma, era un adoquín más que la gente pisaba, una sombra en una esquina umbría en la que murió una noche, justo antes de llegar el invierno. Nadie lloró, nadie la recordó, fue tan solo un ser borroso que no conoció otra vida que no fuera el otoño.
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