Flora
El día que Flora Ocaña conoció a Montserrat Beirut fue el primero de una larga serie de días insoportablemente calurosos de aquel verano del año dieciséis. Los termómetros digitales que poblaban las esquinas de algunas calles insultaban con cifras absurdas a los pocos valientes que transitaban las callejas de Toledo aquel día de julio, en las que los turistas asiáticos blasfemaban en sus ininteligibles idiomas mientras ascendían las empedradas cuestas. Flora odiaba sudar; además, su propio sudor le producía irritaciones en la piel desde que era pequeña, así que evitaba las horas más calurosas del día, guarecida bajo el potente aparato de aire acondicionado que, junto a su gato Juan Palomo, eran los únicos habitantes del apartamento en el que vivía. Montserrat la esperaba en El Nuevo Almacén, un local moderno y poco convencional situado en la calle nueva, justo en la pequeña plaza del antiguo edificio del Banco de España detrás de Zocodover, y para llegar hasta allí parecía estar atravesando el mismo desierto del Sahara. ¿A qué mente retorcida se le podría ocurrir quedar a las tres de la tarde en pleno verano?
Cuando, empapada en sudor y con la boca árida y pastosa, entró al local, la vio, sentada en un taburete, con aquellas largas piernas cruzadas sobre sí mismas, frente a una de las mesas altas que se disponían en forma de espiga a lo largo de la entrada al restaurante. Montserrat la miró y, tan solo levantando la mano, una solícita camarera puso una cerveza helada sobre la mesa que devolvió la sonrisa a Flora. No habría podido recibir mejor saludo.
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