Joaquín
Tu casa será el mundo y tu familia la iglesia. Olvida lo aprendido, deberás pensar un hombre nuevo en ti, romperte en mil pedazos para forjarte de nuevo, le dijeron. Y Joaquín, que llevaba toda la vida buscando un padre, encontró un universo entero lleno. Y, sobre todos ellos, uno. Y volcó su amor en él, un amor infinito, orgánico, ese amor de los niños que no entiende de filtros ni razones. Y, sobre esas ruinas, sobre la deriva del desamparo, forjó su reino de parábolas, de versículos, de ritos. Aprendió pronto que no todas las batallas se ganan, que no todas las guerras acaban bien, e hizo de ello su bandera, su única bandera. Y, el amor hacia Dios, su dios, lo enfrentó a su amor a los hombres cuando, en una barraca, se encontró de bruces con la poesía, ariete que rompió los muros de su clausura y deshilachó los bajos de su rígida sotana. Resquebrajada su alma, de nuevo debió forjarse, pero esta vez creó, de aquellos polvos, unos lodos con los que coció una vasija que no rebosaba nunca, un ser sediento de vida, la voz que clamaba en su desierto. En lugar de zarzas, ardieron sus mejillas al tacto de la piel de libros prohibidos, de ritos prohibidos, de amores prohibidos. Y Dios se hizo hombre y amó a Dios y al hombre, y ese equilibrio infinito lo obligó a mentirse, a sí mismo y a todos los demás, como un ángel caído, con un ala quebrada, con los pies sucios a sabiendas de que deberá caminar sobre el suelo. Supo Joaquín, entonces, que no podría alzarse de nuevo hacia el sol cruel que derritió la cera de sus ojos, derramándola en lágrimas, y que la fe no movía las montañas de sus pasiones. Al final, decidido a vivir, abrió todas las puertas y ventanas, para que el aire barriera el polvo de lo correcto.
0 comentarios