La cometa
Me preguntó qué quería de regalo y yo le contesté:
—Una cometa, me gustaría que me regalaras una cometa.
Y, entonces, me miró, con esa mirada curiosa impregnada con la media sonrisa que enmarcaba su incredulidad a mi respuesta, esa duda que me consultaba sin hablar, pensando que era una broma. Pero no lo era.
—Sí, sí, una cometa. Siempre he querido tener una.
Y todo quedó así.
Unos meses después, en navidad, recibí su regalo, aquella cometa que le había pedido y de la que ella no se había olvidado. Era una de esas cometas de dos hilos, acrobática, que venía plegada en una funda de plástico, de vivos colores y que esperó pacientemente hasta el verano siguiente para ser volada. Lo intentamos en una playa de Cantabria en la que veraneamos aquel año, pero no estábamos hechos para volar una cometa. No es sencillo echar a volar. La cometa volvió a su funda y de ahí al fondo del armario. Y ahí, del fondo de un armario al otro, ha ido acompañándome como un regalo que olvidé.
La escena de una película que he visto recientemente me ha devuelto a esos días, al día en el que se la pedí, al día en el que me la regaló y aquel otro en el que, muertos de risa, no pudimos hacer que levantara un palmo del suelo. Hoy sería su cumpleaños, hoy Myriam cumpliría 49 años. ¿Qué querría ella de regalo? Quién sabe. Ella voló, se rompió el hilo que la ataba a nuestra vida, pero me dejó tantos y tantos regalos, tantos días, tantas risas, que cada año, cada 4 de octubre no puedo si no, al menos, regalarle un recuerdo y compartirlo para que el mundo sepa que el regalo, en realidad, era ella.
Por todo, por siempre y para siempre.
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