La posada de la Sangre
En la Posada de la Sangre de Toledo, las gentes que la habitaban, como suspiros, compartían chinches, camastros y sueños. Transeúntes livianos, que daban con sus huesos molidos de caminos y Mancha en las desvencijadas sillas del patio, recibiendo posada y fonda, vino aguado, algún chusco de pan duro junto al guiso caliente y el consuelo de la compañía en la soledad del viajero. Allí cruzaban caminos los extremeños que viajaban a levante, los andaluces que llegaban con dirección a Madrid, la vida y la muerte; allí vaciaban sus deseos los necesitados de amor fugaz y encontraban sustento las meretrices del hambre, los perdedores que no tenían otra cosa que vender que a sí mismos. De entre todos destacaban los poetas, los dramaturgos, los bebedores de vidas, vidas que plasmar más tarde en sus historias, en sus poemas; los directores de cine que, en el surrealismo de aquel patio habitado por bestias agotadas y jornaleros de mirada austera, encontraban el guion perfecto, la historia imposible, el encuadre ideal para soñar películas. Sobre las mesas, tapetes de naipes viejos, truco, envido, mus, tabas a escondidas en los soportales y, en invierno, el mordisco de la lumbre en los tobillos entre el insoportable hedor del cuerpo que trabaja y no encuentra valor para el agua helada del caño del patio. Se afanaban los posaderos, por nada y menos, en dar vigilia a los desamparados náufragos del camino, caldo con huesos viejos, con roídos nabos, con patatas ojerosas; las cobijas, las mantas, el ajuar escaso huele a pasado y a humedad, se volteaban los colchones cuando tocaba, y se escuchaba, con suerte, la voz del quejido de un gitano en el patio las noches de estío, cuando las carretas atravesaban el Tajo y tañían fiestas por agosto.
Ya no existe la Posada de la Sangre, fue una más de los muertos de Toledo, una más de los fantasmas que lo pueblan, tan solo su impronta queda en las pocas fotografías para las que se puso guapa. Que no se pierda su recuerdo, ni el suyo ni el de tantos otros.
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