Montserrat
Le encantaba sentarse a la ribera del río los domingos por la mañana, cuando el día amanecía soleado. Se abandonaba al calor del sol y al silencio coral del rumor del río y los cantos de las aves, al silbo de Céfiro entre las ramas de los sauces y al olor a tierra mojada que impregnaba la bruma matinal. Algún pescador vespertino lanzaba el sedal en una poza cercana cercenando el aire cada cierto tiempo, como si marcase con ello los minutos y las horas, como si tuviese que salir del letargo que le imponía la pesca, ese arte tranquilo y paciente. Cuando Montserrat se aburría de estar tumbada se descalzaba y chapoteaba levemente en la fría corriente, después se calaba el sombrero y, apoyada la espalda contra su árbol favorito, devoraba con avidez las páginas del último libro que había caído en sus redes, un poemario de Silvia Plath que la tenía totalmente atrapada. Cuando el hambre la asediaba era el momento de volver a casa, recogía su toalla y su libro y caminaba tranquila hasta su pequeño Fiat 500, aparcado en un recodo cercano a aquel meandro que tanto le gustaba. En casa le esperaba Robespierre, su gato, y una sobremesa que coronaría con una siesta de domingo de verano.
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