Pedro

La tormenta amenazaba con derrotar la tarde. Desde el escaso balcón que circundaba el bulbo del faro, Pedro soportaba estoico las arremetidas racheadas de la lluvia que, como una bandada de abanicos de agujas, caían sobre él. Si alguien lo hubiera visto allí no habría podido saber si era el faro el que lo sostenía o era él quien soportaba a la inmensa torre, ya que parecían construidos de la misma piedra, cimentados ambos sobre aquel pequeño altozano en el que hundían sus raíces bajo el suelo de roca. El mar, que siempre parecía morar manso a los pies de los acantilados, hoy peleaba por alcanzar la linterna sin descanso, en un empeño tan absurdo como si luchara por capturar a la misma luna. Y las olas, incansables, golpeaban contra las rocas al compás de los latidos de su corazón, una y otra vez, una y otra vez. La furia del vendaval que se avecinaba oscurecía el cielo y difuminaba la línea del horizonte en un oscuro borrón impreciso, rasgado de cuando en cuando por algún relámpago furtivo que moría en el mar o daba un pespunte por un instante a aquel cielo cargado de negros nubarrones. La mirada de Pedro se perdía en el mar, se fundía con él. Sus fuertes manos agarraban con furia el pasamanos de la delgada escalera que ascendía por el exterior hasta la linterna mientras subía con determinación hasta la acristalada terraza, que ya emitía su potente luz al infinito. Allí arriba gritó su nombre con tal rabia que le ardieron los pulmones, y la tormenta le contestó con un coro de truenos que elevaron su grito hasta las nubes.
Cuando amaneció muchos dijeron haber escuchado un grito en sus sueños, pero todos lo olvidaron. Todos menos uno.
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