Roberto
El eco le dio la única bienvenida al entrar en casa. Se detuvo unos instantes en la entrada, mientras su vista se acostumbraba a la penumbra fría y cortante del lugar. En sus dos maletas traía toda su vida y los recuerdos que le quedaron de ella, los que le entregaron en el hospital, doblados con cuidado entre pliegos de papel de seda. Atravesó el largo pasillo, como un invierno, hasta llegar a su habitación. Allí abrió los cajones de la cómoda en los que fue depositando con sumo cuidado toda aquella ropa que todavía emanaba su olor y, como si fuera el aroma de una cebolla, sus ojos parieron lágrimas que se precipitaron sobre aquella tumba de recuerdos. Luego se sentó sobre la cama desnuda, y permitió al llanto lo hiciera presa hasta que, encogido como un niño, se quedó dormido y frío.
Fueron los lingotes de sol sobre su rostro los que lo despertaron, y no la voz de Amelia. No fue el olor a café y tostadas quemadas lo que lo llevó a la cocina, ni el rumor de la radio que había sobre la encimera lo que lo acompañó, sentado en soledad, intentando organizar un mundo que había quedado roto en dos mitades, la suya y aquella que había dejado enterrada días atrás. No debía hacerlo, no con el estómago vacío, pero tomó sus pastillas y un trago de agua como todo desayuno; ese bálsamo de fierabrás temporal que lo convertía en un ser sin norte, en un pez tras el cristal de una pecera vacía. Arrastró los pies hasta el salón y deambuló por él sin rumbo fijo, acariciando con un gesto absurdo las pocas fotos de ambos que poblaban las recargadas librerías. Se percató de que los sedantes comenzaban a hacer su efecto al darse cuenta de que llevaba un buen rato mirando el lomo de los libros sin ser capaz de leer ni tan siquiera sus títulos. Tomó uno al azar, “Veinte mil leguas de viaje submarino”, y el olor de sus páginas lo trasladó de inmediato a su infancia, a aquel pueblo pequero al que no había sabido volver.
Una urgencia se implantó en su pecho, un deseo, una pequeña esperanza que parecía querer abrirse paso entre tanto dolor. Cerró los ojos y aspiró profundamente con el libro entre las manos. Olía a sal.
Decidió volver.
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