Retoños

Se rompía, quebradiza, como una hoja seca de otoño, con el alma marchita de una vejez temprana. Tenía la esperanza prendida con alfileres oxidados que le arañaban el corazón a cada paso y los recuerdos felices, último tesoro de su alcancía, guardados en los cajones más profundos de su mente. Había sabido perderse en el sonido de las caracolas de la tristeza, que cantaban al mar lejano que añoraba las olas, que no encontraba playas en las que morir. Se miraba, en los reflejos de su mente, y tan solo veía su vientre infecundo, la estéril existencia de una condena a no persistir, a dejar como única herencia el último aliento de su vida, breve, exhalado e inocuo. No recordaba ya la última vez que perdió la vida que germinaba en ella, la última semilla que prendió de su entraña y que, como ella misma, se secó y se vertió en sangre, derramada como lágrimas no nacidas, el miedo a nombrar a quién no llegó a vivir, la derrota de cada vacío tras la primavera. La miraban con tristeza, intentando consolar el duelo inconsolable, entendiendo su dolor, pero sin sentirlo, sin ser conscientes de la parte de vida que perdía cada vez, cada ilusión arrancada, cada ilusión diluida en un nuevo vástago que no retoñaba. Se fue dejando la vida en las vidas que dejaba y, al final, no encontró más consuelo que las lágrimas.
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