El gato.
Tenía un ojo de cada color. Sabía que eso tenía un nombre, se lo había escuchado decir una vez al médico de un carguero bengalí que había fondeado en el puerto para reparar el motor, pero era incapaz de acordarse, total, ¿para qué?, ¿a cuánta gente le puedes decir “mira, tengo un ojo de cada color, y eso se llama….yoquesecomo”?, pues a nadie, en general a nadie, sobre todo si eres un gato.
Sí, era un gato, de esos sin raza, sin edad, sin color definido, un gato de los del montón. Le habría gustado decir que era un gato doméstico, pero no, nunca había tenido un amo, ni había sido parte de una familia, Picaporte era un gato de puerto. Y era un gato afortunado, al menos tenía nombre, un buen nombre. Se lo había puesto el capitán de un pequeño pesquero llamado Doña Pizcueta. El pesquero, claro, el capitán se llamaba José Enrique, aunque todos en el puerto le decía Pepequé, con acento en la última “e”, bien pronunciado, como una broma que había terminado siendo un apodo, un mote, igual que el de Felipe el anchoa, Juanjo el calamar y Luis el sarraceno. Al final la gente olvidaba los nombres de los demás y tan sólo los llamaba por su mote. A él, en cambio, siempre se referían de dos maneras, bien como Picaporte, aquellos que lo conocían, ó bien como gato, seguido algunas veces de determinados adjetivos que no venían al caso, acompañados en ocasiones de alguna pedrada o el intento furtivo de propinarle una patada. Pero Picaporte, además de ser un gato, era un gato listo, rápido y ágil, y pocos podían tan siquiera tocarlo si él no se dejaba.
Tenía tan sólo media cola, aunque a veces pensaba que todavía sentía el trozo que le faltaba. Lo perdió una tarde, una tarde de verano en la que, amodorrado por el calor y con el estómago lleno tras el atracón de restos que los turistas dejaban en los bares del puerto, se puso a dormitar sobre la cubierta de un pequeño barco. El capitán no sé percató de la presencia de Picaporte y lo pisó. El aullido fue tan fuerte que, asustado soltó las cajas de sal que portaba para dejarlas en la bodega con tan mala suerte que cayeron sobre el gato atrapándolo por la cola. El capitán se hizo cargo, llevó al gato al veterinario y allí le amputaron media cola. Después lo llevó de polizón unos meses de arriba para abajo, y cuando volvieron a puerto le puso su nombre, Picaporte. Decía que era un nombre importante, de un libro en el que sus protagonistas daban nada más y nada menos que la vuelta al mundo en ochenta días. No era el nombre del protagonista ya que, decía, un gato no podría ser el protagonista de una historia, pero sí era el nombre de su acompañante, su mayordomo. Picaporte tampoco entendía como un gato podía ser un mayordomo, pero le gustó su nombre, le gustó el capitán y le gustó que le dieran cada día todo el pescado fresco que pudiera comer, en compensación a lo cual él cazaba a las ratas, a las más pequeñas claro, que pululaban por el barco y se las daba de comer a los marineros, aunque ellos no terminaban de cogerles el gusto.
Cuando volvieron a puerto el gato ya tenía un nombre, y todo el mundo le permitía deambular por los muelles y por algunos pequeños barcos, aunque sólo viajaba en el Doña Pizcueta, al fin y al cabo era parte de su tripulación. Era el mayordomo.
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