La portería
Su única puerta al mundo era una cortina tupida que, una vez descorrida, daba a la portería en la que su padre, con levita gastada a modo de guardapolvo, pasaba el día al servicio de los vecinos y visitantes. Se ponía en pie, solícito, cada vez que uno de ellos entraba por la puerta del edificio, saludando con eco, “Buenos días, buenos días, don Martín. ¿Ha tenido una buena mañana? Permita que le acerque el correo”. Y, don Martín, como el resto de los comuneros, tan solo asentía levemente con la cabeza mientras revisaba las cartas que, con extrema sumisión, el portero le daba en mano intentando ni tan siquiera mirar una sola de ellas, por no parecer curioso. Aunque claro que lo era, de sobra sabía qué cartas y de quién recibía cada uno de los vecinos, aquellas que venían con aroma de perfume y que guardaban al abrigo del bolsillo interior de los gabanes, aquellas de ultramar, con noticias de tiempos pretéritos, y, aquellas otras, de hermanos y familiares que se enviaban, al recibo de la presente, deseos de encontrarse bien. Él se sentía orgulloso de su padre, de aquel hombre sin sonrisa bajo el poblado bigote eternamente blanco, sereno, que parecía envejecer al ritmo de la madera de aquella ventana de portería sin cristal. Lo recordaría siempre disponible, siempre dispuesto, desatascando un inodoro, reparando una puerta, bajando la basura que los dueños depositaban en pequeños cubos de latón junto a las puertas de sus viviendas. En momentos como ese, como un relevo de guardia, su madre ocupaba su lugar en la portería, como si dejarla vacía provocara el final de los tiempos, y también saludaba con eco a los vecinos: “Buenos días, buenos días, doña Matilde. ¡Vaya naranjas que trae usted hoy del mercado! Cómo se nota que no son de las de real y medio del tendero del barrio”. Y, doña Matilde, consciente de su opulencia venida a menos, henchía pecho y pasaba frente a la portería como una torcaz en celo, con las naranjas de a real y medio recién compradas en la tienda del barrio. Para Matías aquella era su vida, en una habitación diminuta, llena de muebles desacompasados y restos de naufragios, con tres sillas distintas alrededor de una mesa camilla bajo la cual, en los suaves inviernos de Alicante, dormía un brasero de picón, con un camastro de colchón de borra y una letrina para aliviarse en el patio trasero, en un edificio a una calle tan solo, pero siempre de espaldas al mar.
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