Los tres gatos

Heredó tres gatos y un llavero lleno de llaves que no abrían ninguna puerta. A los gatos los llamó Athos, Porthos y Aramis. Eran viejos y ariscos, pero a ella le gustaba verlos caminar en el silencio elegante en el que caminan los felinos y arrebujarse, cuando ellos querían, a su lado en el sofá, con las faldas de la mesa camilla sobre sus piernas para recibir el calor del brasero de picón. El otro extremo del aburrido sofá todavía albergaba la presencia diluida de su madre, como una acuarela bajo la lluvia; el chal de ganchillo deshilachado que tanto le gustaba llevar sobre los hombros caído sobre el almohadón, el cojín maltrecho sobre el que apoyaba los libros que degustaba con paciencia y que yacía ahora vencido, la lupa que colgaba de su cuello y que, inexorablemente, flotaba sobre las páginas de cada volumen y que también usaba para bordar en aquel viejo bastidor sobre el que la última tela tensa quedó para siempre con una flor inacabada. No hablaban mucho, era como si estuviera todo dicho. Las mañanas, de ventanas abiertas para orear la casa, pasaban rápidas entre quehaceres y cocinas, pero las tardes, de cafetera y pastas, caminaban como aquellos tres tristes gatos, silenciosas, tranquilas, austeras. Aún así añoraba su presencia, los ronquidos profundos de las siestas inconfesas, el sorber ruidoso de la sopa depositada en aquellos platos verdes de Duralex, el ronroneo de los gatos cuando se dejaban acariciar por ella. Toda aquella presencia inadvertida se transformó en una ausencia enorme, en un vacío que ocupó todo el espacio. Todo se transformó en impar, en una vida dividida por 2, en la cojera de un monólogo sin espectador, en volver de misa sin crítica social, en los secretos anhelos de huir que seguirían siéndolo, cuando no hay lugar al que hacerlo. Y, una tarde, tomó en sus manos aquella flor inacabada y volvió a enhebrar su vida con el hilo que su madre dejó en las madejas de los recuerdos.